Tendemos a tener una imagen monolítica de nosotros mismos, es decir, a pensar que somos “UNA” sola cosa. Nos sentimos seguros con una imagen coherente de nosotros mismos: “soy una persona responsable” (y no una “fresca”), “soy una persona en la que se puede confiar” (y no un impresentable) “o soy una persona alegre” (y nunca estoy triste)… o en versiones menos amables “soy un egoísta”, “soy un cagado” “soy una inútil”, etc.
Entonces, en las mil y una situaciones de nuestra vida cotidiana nos sentimos cómodos cuando actuamos en coherencia con lo que pensamos de nosotros mismos. Digamos que actuamos desde lo que conocemos, en modo automático. Y lo más increíble es que a veces incluso nos decimos que sentimos aquello que pensamos que encaja con esa idea fija de nosotros mismos. Por ejemplo, me digo que estoy enfadado cuando alguien me dice que no he cedido el paso y “yo me enfado siempre que alguien me cuestiona”… aunque podría ser que en este instante no me afectara lo más mínimo lo que este desconocido me dice.
Pues resulta que mientras eso ocurre, dentro nuestro suenan algunas vocecitas discordantes. A menudo ni las oímos. Otras veces las oímos sólo cuando las pronuncia otra persona (las proyectamos fuera). Otras veces -y esto nos aterroriza- las oímos como una lucha entre “la vocecita del angel y la voz del demonio”. Por no hablar de las personas que oyen voces dentro de su cabeza y que etiquetamos como “psicóticos”. Otras veces, cuando las oímos las mandamos callar con infinidad de estrategias y justificaciones. ¡Es dura la vida de las voces en minoría!
Sin embargo estas voces internas, pese al miedo o la vergüenza que nos dan, son destellos de un tesoro escondido. Justamente estas voces esconden deseos genuinos no escuchados, necesidades emocionales no atendidas, miedos no expresados, potencialidades no desplegadas. Estas voces son las que pueden completar esta imagen parcial de nosotros mismos, las que pueden enriquecer nuestro personaje y convertir el monolito en una bola de cristal polifacético que al moverse muestra todos los colores del arcoíris, enriqueciendo nuestra vida, construida de muchos momentos.
El proceso terapéutico nos sirve para escuchar todas estas voces, darles lugar. Estas voces en minoría no son mejores ni peores que otras, porque al final es el contexto el que define que voz o voces internas son las que mejor nos pueden ayudar. Escucharlas no es obedecerlas ciegamente (nos parece que si las escuchamos se van a imponer), sino que simplemente es el primer paso para comprendernos mejor, para salir del limitado corsé de la coherencia, de esa imagen prestada que limita el gozo y la responsabilidad de estar presentes en nuestra propia vida.